6:45 a.m.
La oscuridad cubre la ciudad con su lúgubre manto. Los pájaros
dormitan en sus árboles y una niebla constante y persistente me cala los
huesos. Asomo mi cabeza al exterior para enfrentarme al nuevo día, miro a ambos
lados del portal y compruebo que no hay peligro a la vista. Echo un pie delante
del otro... y comienza mi odisea, despacio, con cautela.
La noche anterior he dejado mi vehículo sumergido en las tinieblas del otro
lado de la carretera. Ahora, en este crucial momento, corroído por la duda,
barajo dos peligrosas opciones: ¿Doy un rodeo por la acera, o... me adentro en
el oscuro jardín?
Valoro mis posibilidades y opto, aun despreciando la cautela y el miedo, por
internarme en el césped. Mis pupilas se vuelven gatunas, todos mis sentidos
están alerta y mi corazón palpita como una patata frita (vale, es para romper
la atmósfera de terror), y cuando mi mente se relaja y me dice:
"Tranquilo, tranquilo, ya ha pasado lo peor", en ese álgido
momento... mis zapatos topan con una sustancia blanda y maloliente que,
sepultada y abandonada allí por algún bellaco, aguardaba mi llegada para
amargarme la mañana. Lo sé, se que no tendría que haberme arriesgado a cruzar
el páramo, pero tío, si se ha cagado tu perro, ¡RECÓGELO!
¡Que ese prado parece un campo de minas!
No hay comentarios: