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14/12/23

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Educación, valores y suicidio



La bomba de relojería


El ser humano tiene varias particularidades cognitivas. Nos centraremos en dos: que puede preguntarse para qué vive y que es consciente de que no tiene por qué vivir. Si a ello sumamos que la vida implica momentos de sufrimiento, el cerebro humano es una bomba de relojería, programada para concluir su propia destrucción.

 

Pero curiosamente, aquí estamos. La mayoría que aún resiste, quiero decir. Y es que la actualidad está marcada por un aumento de los suicidios, especialmente entre los más jóvenes, aquellos que precisamente tendrían que esperar más de la vida.

 

Ante esto, vemos a algunos convencidos, y a demasiados demagogos, proponer más y más acceso a los profesionales de la salud mental. Por no pensar de más, por no querer ver o por pretender decir lo que, superficialmente, la gente espera oír, ponen un parche en el barco y rezan porque eso les permita distraerse un rato más de la evidencia de que se está hundiendo. Y ríanse, pero convencidamente digo que estamos cerca de terminar normalizando la pretensión de disponer de un psicólogo de guardia, 24 horas diarias a nuestro lado, acompañándonos en cada frustración vital, con tal de no asumir que quizás no sea normal necesitarlo en tanta medida.


¿Qué demonios está pasando últimamente? Pues que quizás la enfermedad mental es la respuesta sana a una sociedad enferma. Y si la sociedad está enferma, ¿cuál es su achaque? A lo largo de todo el texto, voy a plantear mis hipótesis al respecto.


Yo lo llamaría avalorismo. Ausencia de valores, para los legos. De un tiempo a esta parte, avanza poco a poco la idea de que nada tiene realmente importancia suficiente para ser tomado en serio. Y esta idea es mortal.


Creer en algo para vivir

 

El riesgo existencial que supone esa conciencia de que la vida implica sufrimiento y que no es necesario vivirla queda anulado con un sencillo hackeo: dar valor a las cosas. Al menos, más que el que le damos a las afrentas de la vida. Si uno sufre, mal; pero cuando un militar lucha por la patria, un estudiante madruga por las notas o un padre trabaja por la familia, la afrenta pasa a un segundo plano. La patria es valiosa para ese militar, las notas para ese estudiante y la familia para ese padre.

 

Ahora bien, ¿de dónde viene ese valor que viene a salvarles? Entramos ahora en un complejo mundo emocional, y nos vemos obligados a usar palabras como honorresponsabilidaddeber, perseverancia, orgullo o amor. No por nada estas palabras se llaman "valores". Un autónomo levanta la persiana de su negocio porque el amor a su oficio vale más que la tentación de vivir de otra cosa. Un estudiante madruga para repasar porque así siente que cumple su deber, o porque al hacerlo siente orgullo por sus resultados.

 

Y a su vez, ¿de dónde viene el valor del deber? ¿Y por qué he de sentir orgullo al actuar de maneras que impliquen sacrificio? ¿Dónde está la parte valiosa de actuar con honor o con responsabilidad, tanto que haga que merezca la pena esforzarse? Al fin y al cabo, muchas veces a uno no le ocurre nada por no practicar estos valores; y otras tantas, prescindir de ellos incluso aporta una satisfacción inmediata.

 

Y sin embargo, sin estudiantes madrugadores, padres entregados y autónomos sufridores, el mundo no gira. Y alguien sin capacidad de perseverancia ni educación tiene muchas papeletas para padecer un futuro insufrible. De modo que, como decía antes, los valores nos dan fuerza para mantenernos vivos, y ahí está todo su valor, que no es poco. Pero queda claro, también, que el valor de estos valores (y perdón por las redundancias) aumenta con el tiempo y número de personas que los practiquen: en individual y en el momento inmediato, es prescindible y casi nulo. Esto es otra bomba de relojería, pues el diseño es contraintuitivo: uno ha de valorar estas cosas antes de comprobar que era importante que lo hiciera.


Y sin embargo, aquí estamos, con nuestros imperfectos pero semi-liberales regímenes de valores, con nuestro mundo girando, nuestras sociedades más o menos organizadas y productivas, muchos ciudadanos emparejándose y formando familias; en definitiva, con muchas personas dando importancia a las cosas que tienen y hacen en su vida, haciendo proyectos, perseverando. ¿Cómo se ha conseguido que toda esta gente interiorice valores que iban a dar fruto mucho tiempo después? ¿Cómo se ha vencido ese diseño contraintuitivo?

 

Pues contando historias.


Historias sobre el deber: interiorización de los valores


Si uno escucha desde su nacimiento palabras como "esfuerzo", "amabilidad" y "respeto" asociadas a relatos positivos, y escucha la carencia de las mismas asociada a relatos negativos, el condicionamiento clásico acaba funcionando.


De actuar por interés inmediato, se llega al día en que uno siente vergüenza al contestar mal a alguien, al mentir o no cumplir una obligación suscrita; y siente placer al hacer un favor, tratar con amabilidad o llevar una buena nota a casa. Llega el día en que uno está muy ilusionado con sacar su carrera, o en que siente mucha empatía por alguien a quien decide ayudar. En definitiva, llega el día en que la socialización de la persona triunfa y los valores se valoran por sí mismos, y en todo momento y circunstancia, independientemente del beneficio o perjuicio inmediato que supongan o no. Esto es una ilusión psicológica que va algo más allá de la realidad, pero que no es tan falsa; que nos permite a todos beneficiarnos, en sinergia, de un mundo más ordenado; y que es tremendamente más práctica y eficiente que pretender orientar cada acción individual que realicemos según la consecuencia que le calculemos.

 

En definitiva, los individuos exitosos de nuestra especie se han visto obligados a inventarse continuos relatos sobre nuestro papel en el mundo y todo lo que deberíamos y no deberíamos hacer. Y si yo fuera un suicida racionalista, vería esto como una estupidez supersticiosa; pero como escojo tirar hasta que se me acabe la cuerda, me parece perfecto. Creer en el valor y la importancia de cosas varias es parte de la psique de un ser humano sano. En contraposición, actuar por el interés inmediato es altamente peligroso, puesto que muchas veces el interés inmediato de un ser humano adulto es permanecer en la cama y no hacer absolutamente nada, cosa que de realizarse ininterrumpidamente lleva a la muerte.


Cuando un exhausto padre o profesor dice que hay que obedecerle "porque sí" suele referirse a todo lo que he escrito hasta aquí, lo sepa o no. No es porque sí: es que la creencia en conceptos de autoridad y deber es mucho más rápida, efectiva y amoldada al ser humano que la reflexión sobre cada acto, especialmente en etapas de formación.


El mundo necesita que la gente crea que debe hacer o no hacer unas cosas u otras, y necesita que lo crea y desee desde muy al principio de su vida.


Cronología del avalorismo juvenil

 

Desde hace tiempo, sin embargo, esto se está derrumbando. Como profesor, lo compruebo especialmente en los niños y adolescentes, reflejo perfecto de los nuevos tiempos.

 

Hace tiempo, si uno no hacía los deberes, se llevaba broncas. Además, cuando era uno solo quien no los hacía, sentía vergüenza en su aislamiento, de forma que no hacer los deberes era un fenómeno socialmente desfavorecido y aislado. Eventualmente, sin embargo, a medida que el avalorismo avanzaba, los alumnos descubrieron que las broncas no tienen más valor que el que ellos le quisieran dar, porque en realidad no tenían ninguna importancia intrínseca; y dejaron de dársela. Para más inri, al ser varios los enfermos de avalorismo, la falta de realización de la tarea dejó de ser un fenómeno aislado, y a día de hoy ha desaparecido el desincentivo de la vergüenza para quien no la haga, porque ya no puede ser señalado en particular. Hacer la tarea, por tanto, ya no vale lo suficiente frente a descansar o disfrutar de ocio continuo.

 

Otro recurso de los centros es el castigo, que consiste básicamente en poner al alumno en un aula a pasar las horas con una hoja de deberes y absolutamente ningún estímulo más. Huelga decir que gran parte de los reclusos no siente vergüenza por estar allí: también le han perdido el respeto a esa consecuencia. Observo allí diariamente a buena cantidad de alumnos que parecen satisfechos con esta situación. Estar en clase, participar con sus compañeros de las actividades, incluso salir al patio, caminar por los pasillos o ir a actividades extraescolares son también cosas cuyo valor han deconstruido, cuyo valor es pírrico en comparación con soportar el sufrimiento de abstenerse de molestar en clase, interrumpir, sacar el móvil o mostrar cualquier otro comportamiento antisocial que les haya llevado al aula de castigo.

 

Y aun así, esto no es lo que más me preocupa. Por último, el alumno que no se entere de nada puede suspender. Sin embargo, aquí ocurre lo mismo: si no se cree en el deber de aprobar, suspender es sólo el reflejo de que uno está mirando correctamente por sus intereses inmediatos, que son evitar el sufrimiento de esforzarse en estudiar. Así que muchos alumnos han perdido ya, también, el miedo a suspender.

 

Temo el día en que el avalorismo avance tanto que una masa crítica de alumnos apáticos tome conciencia de que mantenerlos dentro del instituto requiere en parte de su creencia en la autoridad del profesorado y, priorizando ir a casa a dormir, simplemente se amotinen y se marchen. Son más que el claustro de profesores, y nadie se lo podría impedir físicamente.


Las broncas no les producen vergüenza, el castigo no les moviliza y los suspensos no les causan respeto. 

 

Consecuencias


Pero como ya dije, los valores hacen girar al mundo, y es aquí donde empieza a ser un problema tangible: cuando las consecuencias de su falta llegan y es demasiado tarde para una persona o, de generalizarse, para una sociedad.

 

El avalorismo es suicida en pequeñas dosis. Los alumnos que han perdido el miedo a suspender Secundaria idean planes para hacerse una FP básica de lo que sea y ganar dinero. Cuando les digo que ahí también tendrán que esforzarse, y más en el trabajo que le sucederá, se encogen de hombros. Cuando les digo que tras el fracaso estudiantil viene el paro, después la caridad y finalmente la indigencia, puedo leer en sus ojos que si eso fuera así, están dispuestos a seguir sin poner de su parte, sea cual sea la consecuencia. La consecuencia de un gran sufrimiento, el de sacarse verdaderamente y por primera vez las castañas del fuego, para el que están tan poco preparados que puede que en ese momento prefieran tirarse de un séptimo. Y es que si quien valora en 10 la vida necesita un sufrimiento de 11 para quitársela, para quien la valora en 0 es suficiente un tropiezo.

 

Los que se quitan del medio se pierden una interesante travesía, y los que se quedan no están a gusto. Los jóvenes han puesto de moda la palabra disfrutón, pero se privan cada vez más de los medios para poder disfrutar de la vida en algún momento, al dejar en barbecho sus capacidades físicas, mentales, emocionales y afectivas. El sistema educativo, los políticos que lo parasitan, los docentes que lo permitimos, las familias que no ejercen como tal, los degradados medios de comunicación, estamos ignorando o incluso pisoteando todos los relatos que nos habían llevado a interiorizar esos más que justificados axiomas-porquesíes. Estamos privando a una generación entera del conocimiento de actitudes básicas como la escucha, el respeto y el esfuerzo. Y privándoles de estas herramientas, les estamos acercando al borde de un retraso mental de facto, con cabezas potencialmente capaces, pero en las que nunca se cultivarán habilidades básicas como la lectura, la escritura, la atención, la comprensión y la memorización.

 

Extensión social del avalorismo


Y en grandes dosis, el avalorismo es homicida. Hoy, la falta de valores comunes, e incluso la falta de todo valor en absoluto, se extiende también por la sociedad adulta (al fin y al cabo, desde ahí debió de pegarse a los jóvenes en un comienzo). Y la sociedad puede permitir vivir a un pequeño número de personas no productivas. Pero si la situación llega a tal punto que casi nadie hace los deberes, ¿quién mantiene a casi todos? Nos espera un sufrimiento generalizado por una incompetencia igualmente extendida.


Y oh, sorpresa: también entre los adultos y mayores son cada vez más quienes se quitan del medio.


¿Cuántos cobrapensiones podemos seguir soportando? ¿Cuántos asesores podremos enchufar de entre quienes no valen para trabajar? ¿Cuántos insultos podremos normalizar en la vida pública? ¿Cuánta indignidad tendremos que ostentar quienes agachamos la testuz y aceptamos ser funcionarios antes que profesores?


¿Cuántas mentiras más, hasta que descompongamos por completo la sociedad, la economía, la vida humana? ¿Enfrentaremos antes la causa de este drama o sus peores consecuencias?




13/12/23

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Solipsismo


Si dormir es morir

hasta el día siguiente,

despertar no es nacer:

despertar es volver

a meterse en la tumba.

 

Si vivir es creer,

aun a contracorriente,

el soñar es de pie:

el soñar es de día

y no en la penumbra.

 

Si despierto de un sueño,

o en mis sueños despierto,

no sé si eso es morir;

o si nazco o revivo

al principio del fin.

 

Mas si sueño que vivo,

no viviendo mi sueño

no estaré más despierto

por poner tanto empeño,

por creer que es más cierto.

 

Y si sueño que muero,

o si muero soñando,

¿qué más da todo eso?

 

Soy inmune a la muerte,

soy inmune a la vida,

sólo tengo el presente,

sólo atiendo a mi mente

y lo que ella decida.



Jar with brain floating inside

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Instrucciones para dormir

Dormir es un acto que inevitablemente todos nos vemos obligados a realizar tarde o temprano. Es, quizás, lo único en lo que todos los humanos estamos de acuerdo. Obsérvese lo curioso de esta acción: uno simplemente deja de hacer, ver o decir cualquier cosa hasta que revive inesperadamente tras un tiempo. 

Sin embargo, no todo sujeto quieto y con los ojos cerrados está durmiendo. Muchos están intentando engañar a su cuerpo para que crea que está durmiendo y, así, le conceda al fin cierto descanso tras un largo día. Otros están en un estado demasiado avanzado del sueño del que no se puede salir. La virtud está en el término medio, pero, como siempre, la virtud es un camino difícil. Dada la importancia capital del dormir, conviene considerar ciertos aspectos previos para dominar la técnica.

 

En primer lugar, se suele dormir en una posición horizontal. Esto no sólo es una cuestión de tradición social: dormir de pie es una práctica que sólo los astronautas dominan, pero es un reto tan cansino en la Tierra que intentarlo repetidamente le terminará haciendo dormirse y, cómo no, en posición horizontal.

 

En segundo lugar, uno ha de preparar el terreno. Siglos de observación parecen probar que las superficies ásperas o con pinchos son enemigas del sueño: este prefiere un colchón con ropa de cama. No basta con estirar mecánicamente las sábanas, sino que deben dejarse ciertas arrugas que sean pequeños refugios para las ideas que surgirán durante la noche.

 

Dispuestas la posición y el terreno, ahora sí, uno ha de impedirse la visión, normalmente recurriendo a dos tiras de piel que se superponen sobre los ojos y llamaremos párpados. Los párpados se utilizan mayoritariamente por su gran practicidad, dado que nunca se pierden, como sí puede ocurrir con un antifaz o un muro de cemento.

 

Una vez cegado, uno ha de esperar a que el tiempo pase. Esta suele ser la parte de más difícil ejecución en los tiempos que nos acompañan, caracterizados por la prisa y el constante estímulo. Se recomienda eliminar a toda oveja de la cabeza, pues cuantas más contemos, más aparecerán, y corremos el riesgo de pasar la noche entera trabajando como contables. Un breve grito mental será suficiente para echarlas de la mente.

 

Pasado el suficiente tiempo en las condiciones correctas, uno termina por dormirse. El éxito de esta parte del proceso nunca se puede comprobar, pero tal cosa no ha de preocuparnos: comprobar que uno revive inesperadamente será la prueba de que ha caído dormido en algún momento.


[Inspirado en Instrucciones para subir una escalera, de Julio Cortázar]

Bed made of clouds

10/10/23

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¡Viva la muerte!


¿Está mal irrumpir en una fiesta pacífica y disparar a discreción a sus asistentes? ¿Es incorrecto mutilar, violar y asesinar a una chica, exhibiendo su cadáver después como un trofeo?

Para algunos, la pregunta es poco clara, y no pueden arriesgarse a responderla. Porque aún les falta conocer el padrón municipal de ambas partes.

 

Y vaya si es un matiz importante. Resulta que cuando uno es “de los de Palestina”, y otro “de los de Israel”, desaparecen los reparos morales, en el mejor de los casos; o incluso la salvajada se convierte en un imperativo moral, en otros tantos. Entrecomillo “los de Israel” y “los de Palestina” porque algunos eran alemanes o mexicanos en terreno israelí, y al otro lado no tenemos civiles palestinos, sino terroristas paramilitares que están hiriendo al pueblo al que dicen proteger tanto como lo hiere Netanyahu. Pero qué más da si hablamos de civiles, terroristas, israelíes, inocentes o asesinos: lo que importa es que había unos en el suelo y otros que llegaron en parapente; unos vestidos de fiesta y otros con mono. Esto ya nos permite distinguir dos partes, aunque esa dualidad sea una mera entelequia.

 

Su frágil ego no puede permitirles decir que lo que acaba de ocurrir es un horror. Eso se lo dejamos a las conversaciones de la gente mayor en la peluquería, esos boomer que votan al PP y que no entienden del todo la poligamia o el veganismo, esos mayores que rezan por sus nietos y sólo quieren que haya paz y trabajo. Uno tiene que sorprender, y condenar siempre la violencia es demasiado previsible. “¿No ves que tu opinión pacifista no cambia nada? Van a pensar que eres tonto”

 

Así que, por tener una opinión más llamativa que la media, utilizan un truco más viejo que un bosque: fingir adhesión a un principio moral superior que tú no eres capaz de seguir con esa pasión y nobleza de espíritu. De modo que ya no juzgan moralmente cada acto por separado, sino cómo este afecta al objetivo con el que se identifican.

 

Lo intentaré explicar de forma sencilla. Hacer esto es bonito cuando uno decide anteponer a su pareja antes que a un trabajo increíble, pero que le alejaría de ella. Es noble cuando, protegiendo la vida de otra persona, arriesga la suya. Es loable cuando, pudiendo uno hacer trampas en un procedimiento en el que cree, se abstiene; o cuando necesitando participar de uno en el que no cree, no lo hace. Sin embargo, es deshumanizante cuando, pudiendo defender la vida de una persona (y hablamos de una sencilla e inocua defensa verbal) no lo hace.

 

Por mostrarte una opinión más sofisticada que la tuya, acaban renegando del principio más básico: no matar. Pero ¿está bien matar a unos para demostrarles que no está bien matar a otros? ¿Y cuál es el motivo por el que no estaba bien matar a esos otros, si comparten especie con unos que sí pueden ser carne de cañón en ciertas circunstancias?


Su actuación les obliga, entonces, a elegir entre estar siendo contradictorios a un nivel elemental o proclamar la existencia de una sangre más pura que tiene derecho a masacrar a la otra. Es decir, deben no tener principios o tener los de un asesino. Y como no pueden soportar ser elementales, pues es la apariencia de la que querían huir, deciden ser cómplices de la muerte.

 

Pero para cuando quieren advertir esto, miran a su alrededor y ven que en su manifestación o su feed de Twitter todos siguen gritando “Palestina libre”, por no caer en la ordinariez de gritar “sí, esto es una forma cobarde de decir que me parece bien lo que ha ocurrido”. Y al ver esto, nuestros sujetos de estudio se calman y piensan que sus reparos morales han sido un momentáneo lapsus de pensamiento imperialista, y que de alguna manera siguen en la posición correcta. Mientras tanto, siguen gritando, temblando por no ser ellos jamás víctimas no ya de un atentado o violación, sino de una microagresión.

 

Y si no lo entiendes, vete a rezar por la paz y déjame a mí mover los hilos del mundo. Básico, que eres un básico.


Fotos Palestina Sol - 4

Fotografía: Dani Gago | El Salto

16/9/23

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Liberado del liberalismo


1. Introducción

No es un secreto que me he acercado con los años a una ética liberal, y tampoco lo es que, prudentemente, nunca me he llegado a denominar como tal (incluso escribí un texto titulado “Por qué no soy (del todo) liberal”). Sin embargo, como todo humano, en parte me acabo identificando con algo y tengo después cierta resistencia a abandonarlo.

 

Uno debería abandonar sus creencias ante evidencia que las supere. Pero ¿debería hacerlo a la primera de cambio? Si tú crees que correr en ayunas es bueno y te ha sentado bien, así como a todos los de tu alrededor, los últimos cinco años; y a alguien le da un infarto tras hacerlo, hay dos motivos para no pasar al momento a creer que no es bueno. El primero es que podría haber muchos factores que no estés considerando y que deberías tomarte un tiempo para contrastar todos tus contraargumentos con lo sucedido, porque por algo pensarás lo que pensabas. El segundo, y el más potente, no nos engañemos, es que llevas cinco años pensando eso y estás deseando que tu última observación sea sólo un error. Porque el cerebro necesita sostener unas cuantas certidumbres. Pero además necesita creérselas, y de ahí la ceguera voluntaria, que no es más que una medida preventiva para no sufrir.

 

Yo llevo observando infartos un tiempo, en particular de unos meses hasta ahora, y creo que va tocando dejar de ignorarlos. Así que, aunque nunca fui liberal, ahora también me desentiendo de defender al liberalismo por sistema. No me busquéis para eso. Pero, como soy así, he de escribirlo para que sea una salida ordenada.

 

2. El menos malo de los sistemas

 

Conociendo mi sesgo ideológico, varias veces se me ha retado a justificar al liberalismo también en ejemplos difíciles.

 

Ante algunos de estos ejemplos, parecía claro que la libertad, la propiedad y otros elementos del liberalismo no evitan o incluso fomentan algunos problemas en particular. Y si un sistema político-económico permite o produce situaciones negativas, más vale desasociarse del mismo o, como poco, seguir defendiéndolo, pero como la menos mala de las opciones. Así se hace habitualmente con los impuestos, las cámaras de vigilancia o las cuarentenas pandémicas: como son claras injerencias en las vidas de la gente, bien lo criticas o bien lo defiendes como un mal necesario frente a alternativas peores, pero sí, un mal. Sin embargo, el liberalismo permite hacer algo inédito: defender cualquier resultado de su implantación como correcto por definición, independientemente de todo. Sólo ante la llamada del intuicionismo moral o de éticas ajenas se puede cuestionar.

 

No me gusta que la gente se drogue, pero la respuesta más coherente con el ideario liberal es que si en una sociedad libre una persona muere por sobredosis, ello no deslegitima al liberalismo porque, sea lo que sea lo que ha hecho, ha sido voluntariamente. No me gusta que uno desperdicie su vida, pero para el ideario liberal, si alguien desarrolla múltiples problemas de salud mental por engancharse a jugar a videojuegos en su habitación, sigue siendo el mejor mundo posible, por el mismo motivo. Tampoco me gusta vivir en un mundo que algunos quieren abandonar antes de tiempo, pero el liberalismo tiene argumentos similares para el suicidio. Sí, podría comenzarse un movimiento civil para persuadir a las personas de evitar estos comportamientos. Pero si la campaña no es suficiente para evitarlo, y nadie ha obligado ni prohibido nada a otros, el resultado es el justo porque cualquier otro habría violado la libertad de algunos, sea empoderando a unos para forzarles a escuchar su discurso, sea para impedir a otros directamente drogarse, jugar o matarse cuanto deseen. De modo que sólo cabría esperar que en el futuro se desarrolle una conciencia sobre estos actos, igual que hubo que esperar a que la maquinaria se desarrollara para que los niños no fueran necesarios en las minas.

 

Puedo, no obstante, vivir en una sociedad en la que la gente lleve mal su vida: a mí sólo me preocupo yo, los míos y ayudar en lo que pueda al resto. De modo que suelo poder ser coherente en mi defensa del liberalismo ante este tipo de problemas.

 

3. Arbitrariedades


Desgraciadamente, hay otra categoría de problemas con los que cuestionarlo: aquellos en los que uno se ve afectado por otras personas. Que dé un puñetazo por la calle a alguien no es aprobado por el liberalismo, pero en el otro extremo, que salga a la calle siendo feo, aunque eso amargue el día a quien me tenga que ver, sí lo es. En medio hay una escala de grises que cada liberal, con su interpretación, divide arbitrariamente en algún punto, decidiendo qué es una injerencia directa y qué es un ejercicio de libertad que se debe soportar aunque desagrade. ¿Cuánto ruido es suficiente para poder callar a tu vecino? ¿Cuánta amenaza debe percibirse o existir para poder disparar a alguien que ha pisado tu jardín? ¿Con cuántos años es uno mayor de edad para decidir sin sus tutores, si es que esa edad es universal? Y mientras tanto, ¿cuáles son los deberes esenciales de la tutela y su contenido irreductible? ¿Cuándo es un caso lo suficientemente grave para incapacitar a un ser querido? ¿Tiene derecho preferente el fumador a fumar, o está el fumador pasivo lo suficientemente afectado para tener derecho a impedir fumar al primero?

 

Ante estos problemas, sufro bastante para dar con la respuesta, y trato de extraerla buscando unas reglas objetivas que aplicar a cada caso y que indiquen quién tiene un derecho prioritario y quién una obligación de abstenerse. Pero, sinceramente, rara vez las encuentro.

 

Incluso entre grandes figuras del liberalismo hay simultáneamente defensores y detractores en cuestiones como el aborto, la gestación subrogada, la manipulación genética, la propiedad intelectual o la regulación medioambiental. Dentro del liberalismo se defiende la llamada “servidumbre de paso”, por la que alguien tiene el derecho de entrar a la sacrosanta propiedad de otra persona para poder acceder a su propiedad si está cercada por la primera.

 

Y algo me dice que no está bien que una ética se venda, al aplicarse, como absoluta y justa por ser racional e imparcial mientras sus practicantes toman decisiones arbitrarias por la puerta de atrás: me es difícil dar la cara por un sistema que implique esto.

 

La guinda del pastel, sin embargo, llega con un tercer tipo de problema: las dinámicas sociales que el liberalismo permite, impulsa o incluso crea. Paso a explicarlo en los siguientes puntos.

 

4. Individualismo político

 

El liberalismo propugna el individualismo político, es decir: la idea de que no es el Estado, la Iglesia, el monarca ni ningún otro grupo o persona quien debe ser el soberano de otros, sino cada persona dentro de su vida. A partir de ahí, uno tiene el derecho a ser respetado y la obligación de respetar. Tiene, así mismo, el derecho de asociarse con quien mutuamente lo desee y la obligación de abstenerse de forzar una implicación mutua con quien no quiera.

 

5. La suma de individuos crea una sociedad que afecta a los individuos

 

Este individualismo político es una idea fácilmente defendible como justa y noble, y resulta agradablemente racional y ordenado para quienes tenemos ese carácter. Pero la agregación de individuos no deja de componer una sociedad, aunque esta surja espontánea y voluntariamente; y la sociedad no deja de ser una poderosa fuerza que condiciona en gran medida la vida del individuo. Pues bien, resulta que, si bien el individualismo político institucionalizado favorece directamente a cada persona, creo que el tipo de sociedad que este sistema crea la desfavorece indirectamente, y quizás con una fuerza mayor.

 

No la desfavorece, sin duda, en el ámbito material. Históricamente, el capitalismo, en necesario tándem con cierta liberalidad política, ha aumentado eficazmente la disponibilidad de recursos mucho más que cualquiera de sus alternativas.

 

Pero los bienes materiales son un medio para el ser humano, no un fin; y me atrevería a decir lo mismo, en general, de los servicios. El liberalismo conoce bien sus motivos para poner al individuo en el centro: es cada uno quien siente y padece, quien tiene sus propios y característicos intereses. Sin embargo, en un sesgo ideológico, olvida tras aplicarse revisar qué tal le va a los individuos con sus sentires, padecimientos e intereses. Crea las reglas y da cualquier jugada con ellas por correcta.

 

Se me puede contestar que hay que aceptar la sociedad como es, que el liberalismo no prevé a uno el derecho a moldear la sociedad a su gusto, pues eso violaría la soberanía de sus individuos. Pero no lo prevé porque, precisamente, valora la soberanía de cada uno; y la valora en tanto que esta le permite perseguir sus intereses; y le permite perseguirlos porque, idealmente, ve positivamente que los pueda alcanzar. ¿Qué pasa, entonces, cuando la sociedad moldea al individuo en contra de sus intereses y le impide alcanzarlos?

 

6. El espejismo de la deontología

 

La ética deontológica aplica unas reglas independientemente del caso. Por ejemplo, el imperativo categórico de Kant le decía que habría de tirarse al río a salvar a alguien ahogándose incluso si fuera obvio que no lo iba a conseguir y él mismo podría morir, porque simplemente es lo correcto.

 

La ética consecuencialista propugna una u otra actuación como correcta según el resultado que esta tendría. Por ejemplo, muchas personas creen que, aunque no está bien matar en general, sí puede permitirse si eso va a salvar a un ser querido de un asesinato.

 

Una ética que sólo mire por cada momento y no establezca reglas que obliguen o prohíban no merece ser llamada como tal; pero otra que establezca reglas inflexibles basadas en nada tampoco.

 

Pues bien, hay momentos en los que la ética deontológica ha de revisar la ética consecuencialista de la que bebe, lo sepa o no. Y el liberalismo es particularmente reticente a esto.

 

Por ejemplo, el liberalismo defiende deontológicamente el derecho a que cada uno haga lo que quiera con sus tierras, si las tiene. Esto significa que uno podría poseer unas cuantas hectáreas muy fértiles con maíz, trigo y patatas y decidir quemarlas o dejarlo pudrirse. Qué respetuosos somos, qué imparciales, que cada uno haga lo que desee. Pero ¿qué ocurriría si la gran mayoría de terratenientes decidieran súbitamente pudrir sus cultivos? Entonces, miles de liberales hambrientos se darían cuenta de que se habían podido permitir defender esa regla, salvar a los terratenientes ociosos, porque el resto no decidía hacer eso, porque las consecuencias de un derecho de propiedad total eran positivas. Se darían cuenta, también, de que, igual que esa regla venía de la consecuencia de su aplicación, ahora habría de cambiar.

 

La deontología es simplemente preponderar más la resistencia a cambiar las reglas que la adaptación a las nuevas consecuencias que estas tienen, probablemente una resistencia suscitada por un carácter conservador y épico, o por toda una vida de deontología detrás.

 

Otro ejemplo. Si yo tengo una finca por la que pasa un río y tú instalas una fábrica cerca que me contamina el río, habrás de indemnizarme o largarte, de modo que las fábricas tienen incentivos a no contaminar. Luego la ética deontológica liberal sale reforzada: la propiedad privada es buena. Y punto. Pero hoy los problemas medioambientales son otros. No preocupa la contaminación en los ríos tanto como la de la atmósfera, con gases que no se ven ni molestan a nadie, intrazables, mezclados con los naturalmente originados, imposibles de relacionar claramente con cada víctima del calentamiento global que generan. En consecuencia, la sombra de los impuestos a las emisiones se cierne sobre todos. Y los liberales sólo pueden recordarnos que eso es un robo, y que viola la propiedad privada, que viola una regla que estaba bien.

 

O si una empresa consigue comercializar pendrives que utilicen un 90% menos de materias primas que su equivalente en papel, podrá repercutir ese ahorro en sus precios y vender más que otros sectores, preponderando ese modelo de negocio. Luego la ética deontológica liberal sale reforzada: la competencia empresarial es buena. Pero tampoco es conseguir recursos o abaratar las cosas nuestro problema ahora, sino la paradoja por la que más eficiencia lleva a más consumo total: cuanto menos consumen las farolas, más ponen los Ayuntamientos; cuantos más carriles se añaden a las carreteras, más tráfico tienen; cuanto menos ocupa la información, más se produce en Internet, cuya huella de carbono, si fuera un país, sería la sexta mayor del mundo. Los liberales ven amenazada la libertad empresarial y recuerdan que es una regla a respetar porque está bien. Pero ¿por qué estaba bien?

 

Ahora carecen de consecuencias con las que defender estas reglas. El mundo cambia y las reglas, por definición, no. De modo que, deontológicamente, defienden sus principios con más vehemencia; y como esto es pobre, consecuencialistamente te muestran datos positivos indirectamente relacionados, que es todo lo que tienen: que la UE disminuye las emisiones per cápita mientras sigue creciendo, que los fenómenos naturales extremos son cada vez menos letales por la mejora de infraestructuras, etc. Todo esto mientras, delante de todos, las emisiones totales aumentan, el CO2 en la atmósfera también, las ciudades costeras se transforman en búnkeres y no damos tregua a un complejo equilibrio medioambiental que no entendemos.


Las empresas se pasan a las pajitas de cartón porque la mayoría de gente las ve como más "verdes", y si no, se encargan de promover esa imagen para después venderte su mérito medioambiental. Resulta que son más tóxicas. La gente no las usaría si lo supiera, pero sus creencias al respecto no provienen de tratados de química, sino del McDonald's. Y cuando yo, por error, entro en uno, me tengo que tragar esa pajita de cartón por defecto porque así lo ha moldeado "la gente" en el mercado con su "preferencia" mayoritaria. Lo mismo ocurre con las bolsas reutilizables, que deberían usarse 20.000 veces para amortizar su huella de fabricación; o con los libros electrónicos, en los que habría que leer al menos 33 libros de 360 páginas. La agregación de conocimiento no produce aciertos, y menos si se boicotea desde la publicidad.

Pero, si se quiere ser completamente coherente con el liberalismo, que el mundo reviente en un futuro por la actividad humana estará bien del mismo modo en que estaría bien que reviente un drogadicto. Quizás dé tiempo a que los países en desarrollo alcancen su pico de emisiones antes de acabar con el Holoceno, pero si no es así, mientras nadie haya obligado ni prohibido nada a otros, el resultado será el justo porque cualquier otro habría violado la libertad de algunos, sea empoderando a unos para cobrar impuestos o paralizar industrias, sea para impedir a otros directamente contaminar, consumir o producir cuanto deseen. Del mismo modo que las campañas antidroga podrían no ser suficiente.


Así ocurre con otras mil cosas. El liberalismo elaboró sus reglas antes del cambio medioambiental, pero también del aumento de la densidad de población, de la invención de aparatos domésticos que emitían ruidos molestos, de la irrupción de las redes sociales. Todos estos cambios tienen consecuencias. ¿Cuánto tiempo podrán resistir las reglas que los precedían y qué consecuencias positivas las sustentará? Y lo que es además irónico, estos cambios acelerados han sucedido por el liberalismo y el capitalismo.

 

7. La sociedad que nadie desea y todos creamos

 

En particular, creo que las fuerzas sociales que el liberalismo crea desfavorecen al individuo. Las creencias, actividades y expectativas preponderantes, y a veces el conjunto de todas las disponibles, no son del agrado de la mayoría. Y es que no por nacer espontáneamente, una sociedad liberal será del agrado de todos sus individuos; en última instancia, puede no serlo de ninguno de ellos. Pues si bien uno puede tejer su entorno próximo, nadie puede determinar las formas en las que le afectarán las dinámicas de sociedades de millones de personas, y, por tanto, nadie puede hacer nada para que se alineen con sus intereses.

 

No sé si tenemos medidas serias, pero por todo lo investigado y reflexionado en mi vida me atrevo a afirmar que el humano promedio de la sociedad promedia de hoy no se siente más satisfecho, realizado ni libre que el previo al desarrollo del liberalismo político y económico. En definitiva, no es más feliz.

 

¿Pero qué es la felicidad? Acerquémonos a su definición liberal. La praxeología, el estudio de la acción humana, así como su principal impulsor, Ludwig Von Mises, inspiran en gran medida al liberalismo. Pues bien, en su libro La acción humana (1949), se dice que “la praxeología no se interesa por los objetivos últimos que la acción pueda perseguir”, que “considera exclusivamente los medios, en modo alguno los fines. Manejamos el término felicidad en sentido meramente formal”. Se considera que el ser perfectamente satisfecho “ya no tendría ni deseos ni anhelos” y, por tanto, el actuar humano es “la búsqueda de felicidad”... sea lo que sea eso, pues se dice que “ningún juicio podemos formular acerca de lo que, concretamente, haya de hacer al hombre más feliz”. Así que se renuncia a todo entendimiento ulterior y simplemente se asume que uno se acerca a la felicidad cuando actúa libremente; es decir, al modo contrario: que atacar al liberalismo ataca a la felicidad de los individuos. 

 

En esta ocasión, no vamos a entrar demasiado en las formas en las que el liberalismo, con su aparejado desarrollo de la industria, la tecnología y el marketing, así como con la globalización, crea algunas situaciones y expectativas que boicotean la realización de los seres humanos. Recomiendo al respecto el manifiesto La sociedad industrial y su futuro (1995), de Theodore Kaczynsky, y el capítulo 19 de Sapiens (2011), de Yuval Noah Harari.

 

La praxeología, de nuevo, entiende cualquier acto, también por omisión, como la elección de una preferencia (“El hombre, […] de dos cosas que no pueda disfrutar al tiempo, elige una y rechaza la otra. La acción, por tanto, implica, siempre y a la vez, preferir y renunciar”). Por tanto, todo lo que hagas es lo mejor para ti, pues sólo tú puedes saberlo. Incluso si te equivocas, no haber reflexionado lo suficiente ha sido la elección que tú tomaste, y toda elección te encamina a la felicidad, ¿no?

 

Creo que a casi nadie le importa ir al supermercado y encontrar veintisiete marcas de champú. Cada individuo particular valoraría más el tiempo que se ahorraría decidiendo sólo entre unas pocas que la gran oferta disponible. Y, sin embargo, ahí están, ocupando tres estanterías. Sin que nadie lo quiera, la agregación de acciones voluntarias dentro de una compleja sociedad ha acabado de alguna manera en hacernos elegir entre veintisiete champús.

 

Tampoco creo que la gran mayoría de habitantes de Nueva York escogieran a ciegas nacer en una ciudad donde no conoces a tu vecino de enfrente. ¿Cómo es que sus esfuerzos colectivos por alcanzar la felicidad no destruyen este paradigma? El liberalismo no se lo pregunta, porque lo ve todo bien al ser ellos libres: yo sí. Pero la respuesta es compleja y no entraremos ahora. 

 

Dudo igualmente que, fuera de la vorágine del uso momentáneo, la mayoría de usuarios de Twitter fuera a decidir voluntariamente enfadarse con desconocidos x horas de cada día viendo noticias superfluas. Y sin embargo, sin quererlo nadie en particular, ahí está.

 

Tampoco hay casi nadie que desee vivir en una sociedad en la que aumente la ansiedad, haya que vivir con una creciente y continua prisa, y se reduzcan las parejas y familias formadas, así como la capacidad de concentración, socialización e introspección. Y, sin embargo, esa es la tendencia que el ambiente refuerza de mil maneras.

 

Además, muchas tendencias que el liberalismo suele correlacionar con regulaciones estatales o áreas liberticidas podrían tener más que ver, en realidad, con el progreso material y moral que el liberalismo y el capitalismo producen. Citando a Kaczynsky: “Una queja típica de los dueños de pequeños negocios y de los empresarios es que sus manos están atadas por la excesiva regulación que este gobierno ejerce […]. Algunas […] son sin duda innecesarias, pero la mayoría […] son parte esencial e inevitable de nuestra extremadamente compleja sociedad”. Y desde luego, no me digas que el crecimiento exponencial de marcas de champús procede de regulaciones estatales.

 

Tampoco escogería uno que el Estado sepa hasta cuándo vas a hacer de vientre, pero así es. Y ya conozco la réplica liberal: “nosotros no patrocinamos eso”. Y lo sé. Pero parece que esta hipervigilancia y control de la época no es tan debida a la gran legitimación de la intervención estatal por parte de las masas (que también), sino a la simple añadidura, sobre un poder que siempre va a estar ahí y en manos de unos pocos, de una tecnología que ahora permite abusar del mismo. Kaczynski: “El grado de libertad personal que existe en una sociedad viene determinado en mayor grado por la estructura económica y tecnológica de la sociedad que por sus leyes o su forma de gobierno. La mayor parte de […] las ciudades de la Italia renacentista estaban controladas por tiranos. Sin embargo, al leer acerca de estas sociedades uno tiene la impresión de que en ellas había mucha más libertad personal […]. […] esto era debido a que carecían de mecanismos suficientes para imponer la voluntad de sus gobernantes: no había […] medios rápidos de comunicación a larga distancia, ni cámaras de vigilancia, ni archivos con información acerca de las vidas de los ciudadanos corrientes. Por consiguiente, era relativamente sencillo eludir el control”

 

Añadiré a este respecto, también, una cita de Michel de Montaigne, en su ensayo sobre la desigualdad: “en verdad, nuestras leyes son harto liberales, y el peso de la soberanía no toca a un gentilhombre francés apenas dos veces en toda su vida. La sujeción esencial y efectiva no incumbe entre nosotros, sino a los que se colocan al servicio de los monarcas, y tratan de enriquecerse cerca de ellos, pues quien quiere mantenerse oscuramente en su casa, y sabe bien gobernarla, sin querellas ni procesos, es tan libre como el dux de Venecia”. Escrito en 1580. “La riqueza de las naciones” aparecería en 1776; la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, ese mismo año; “Sobre la libertad”, centrado en la limitación del poder del Estado en la vida de las personas, de Stuart Mill, en 1859.

 

Ante todos estos botes de champú, estas ciudades fantasma, estas redes tóxicas o todos los problemas mentales que son signo de los tiempos, el liberal puede hacer lo que dijimos al principio: renunciar a su ideología o admitir los problemas pero seguir defendiéndola como la menos mala. Y también puede ser plenamente coherente y defender estos resultados como correctos para así asegurar la infalibilidad de su sistema. Porque este sistema contiene en sí mismo la presunción de infalibilidad y de universalidad.

 

Del mismo modo que el liberal pretende que la agregación de acciones voluntarias justifique su resultado, así lo hace en materia económica. El mercado justifica todo por sí mismo, por definición. Si el precio del aceite es altísimo frente a hace un año y su venta baja a la mitad, significa que la gente quiere la mitad de aceite que antes, pues el propio acto de comprar significa quererlo frente a otras alternativas y el propio acto de no hacerlo, no quererlo frente a estas. Si una paupérrima prostituta llora todas las noches entre cliente y cliente y se lamenta de su destino, el hecho de que acuda a trabajar significa, por definición, que es su interés. Si las personas compran un nuevo iPhone igual que el anterior, comprarlo demuestra que lo desean y eso está bien. Circulen, no está pasando nada. No existen la escasez (como mucho la relativa) ni la coacción indirecta. Al fin y al cabo, nadie te impide hacerte tan bueno como Apple en publicidad y convencer a sus usuarios de que están haciendo el tonto.

 

La cuestión, saliendo de la ironía, es que el mercado no puede utilizarse para justificar todo, no cuando aún los propios economistas liberales reconocen que no se entiende en profundidad cómo funciona (aunque veamos que lo hace). Del mismo modo ocurre en los ámbitos no estrictamente económicos: en los mercados del amor, de la atención, del ocio, de las creencias.

 

8. Epílogo

 

Decía Karl Popper: “que la libertad redunde en mayor prosperidad es una feliz coincidencia”. Y sin duda sería feliz, pues evita el compromiso de elegir renunciar a una de ambas, y así permite defender las ideas de la libertad frente a un ataque desde cualquier frente filosófico. Antes, si querías prohibir a las empresas asentarse al lado de los ríos, te podría haber avergonzado por ser un irrespetuoso con la iniciativa privada; y también, simultáneamente, por no saber que respetar la iniciativa privada y la propiedad es bueno para el medioambiente.


Pero quizás hoy ya no sea así… siempre. Quizás, en el mundo al que nos dirigimos, acabe no siendo así casi nunca.

 

Quizás, libertad, prosperidad, bienestar, felicidad y soberanía estén en perpetuo conflicto. Por poder, podría ser, pues no hay necesariamente justicia en el diseño del universo.

 

¿Deseo estar equivocado? Totalmente. No me siento cómodo opinando “deberíamos poner un impuesto a las empresas por contaminar”, o “habría que prohibir la publicidad de tal a este sector”. Siento que estoy robando o siendo paternalista. Pero hay algo con lo que me siento aún más incómodo, que es no poder pensar.

 

No os confundáis: me gusta aplicar reglas, me gusta ser ordenado e imparcial. Sigo admirando el mercado y el liberalismo por muchas razones. Pero me gusta hilar fino, y para ello debo reconocer antes que, ante la suficiente evidencia en ciertos problemas y casos, la sujeción al liberalismo es una camisa de fuerza que, irónicamente, dificulta ser libre.

 

Quien sepa un poco de este mundo, conocerá a unos cuantos liberales que han afirmado con mayor o menor entusiasmo que el liberalismo es superior. Miguel Anxo Bastos dice que el sistema capitalista no tiene ni puede tener fallos. Fernando Díaz Villanueva, que ser liberal es lo más grande que existe en el mundo. Juan Ramón Rallo, que “el liberalismo es moral y económicamente superior a otras ideologías”, y que no hay ninguna alternativa al capitalismo que ofrezca diversidad medioambiental y adaptada a los individuos. Milei dijo que “somos superiores en lo moral y además […] en lo estético”.

 

Pero por mucho que se diga, el liberalismo es una ética más, incluso una ideología más. No es necesariamente superior y, como mínimo, no es definitivo.

 

Termino con una última cita que reversionaré después. Dijo Marco Aurelio, allá por el 180 d.C.: “Mira bien, no sea que experimentes por los misántropos lo mismo que ellos por el resto”. Pues mirad bien, liberales, no vayáis a despreciar a los individuos que no lo son.


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